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Al revisar la lista de mis publicaciones para preparar este blog, advierto que todas ella hasta ahora giraron en torno a unos pocos problemas centrales. ¿Cuáles? Prefiero aquí citar la opinión de un colega que escribió la contratapa de mi segundo libro: “La interpretación que hace Norberto Rabinovich de la obra de Lacan posee la singularidad de atenerse a la letra y la lógica del maestro francés, y, al mismo tiempo, revela una perspectiva novedosa de esa enseñanza al iluminar cortantes verdades del psicoanálisis que tienden a olvidarse.”

A mi juicio, la apuesta fuerte de Lacan dentro del movimiento psicoanalítico fue sacar a la luz aquello que de la obra freudiana había quedado olvidado en virtud de las versiones purificadas que de ella forjaron sus primeros seguidores. Ya Freud se había enfurecido con la versión espiritualista del psicoanálisis por parte de quien había sido su “elegido”, Jung, dijo, omite la “peste” que anuncia mi descubrimiento del inconciente.

Pero sucedió algo similar con la obra de Lacan. Poco antes de morir disolvió la Escuela fundada y dirigida por él, porque en ella -según figura en la carta de disolución- su enseñanza se había transformado en una religión. Parece una historia sin fin. Un comentario de Lacan, hecho durante una conferencia de prensa en Roma el 29 de octubre de 1974, puede servir para abrirnos los ojos ante el profundo calado de la problemática: El psicoanálisis no triunfará sobre la religión; la religión es indestructible. El psicoanálisis no triunfará; sobrevivirá o no.

Recorriendo la obra de Lacan se puede advertir que la peste freudiana se encarnó, paradójicamente, en su teoría del Nombre del Padre. Lo confirma el hecho que fue él mismo quién decidió “censurar” ese capítulo medular de su enseñanza alegando entre otras múltiples razones que, debido a los pruritos religiosos presentes en miembros de su comunidad de analistas, esta no estaba preparada “aún” para acoger ese mensaje. Esta historia despertó en mí la obsesión por encontrar las razones detrás de tal reparo. ¿Donde radica la peste del descubrimiento freudiano? ¿Qué fortalezas resisten su carga, aún dentro de la comunidad analítica?

Contagiado desde muy joven por ese enigmático atractivo que en mucha gente despierta pasión por el psicoanálisis, hice la carrera de psicología. Los programas, incluso las materias de orientación freudiana, no salían de modelos instintivistas o psicologistas y me resultaban insulsos para dar cuenta de la complejidad y profundidad que entreveía en los textos de Freud.

Cierto día del año 1967 llegó a mis manos un trabajo de Althusser, quien desde el marxismo- fuente de duras críticas a la “disciplina burguesa” del psicoanálisis- se autorizaba a enaltecer la enseñanza de un psicoanalista connacional y contemporáneo: un francés llamado Lacan, que nunca había escuchado mencionar hasta ese momento.

Ese texto despertó mi curiosidad. Me dio la impresión que ese tal Lacan estaba introduciendo en el psicoanálisis una orientación novedosa y aportaba sorprendentes claves que revelaban un orden diferente a las piezas del descubrimiento freudiano. Pronto me enteré que Oscar Masotta era uno de los pocos y, según se rumoreaba, el que mejor conocía la obra de Lacan en esta comarca, e impartía su enseñanza en grupos de estudio. Ese encuentro selló la carta que buscaba en el psicoanálisis, que afortunadamente para mí, llegó a destino.

Poco tiempo después de estudiar con Oscar acepté su invitación para participar en la fundación, con otros veintitantos colegas, de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, que resultó ser la primera institución psicoanalítica deudora de la enseñanza de Lacan por fuera de la que él mismo había fundado en Francia. Participé en la Escuela hasta el año 1994, cuando ya había empezado a tejer los soportes fundamentales de mi lectura de Lacan que me llevó, al principio sin advertirlo, a cruzar ciertas fronteras hilvanadas en la enseñanza de mi maestro, que, con algunas variantes, constituía el referente teórico del lacanismo con el que me había nutrido.

Mi formación como psicoanalista tuvo dos soportes básicos. Como ya mencioné, el encuentro con Oscar, quien además de sus conocimientos me transmitió su pasión por lo que hacía, y, en segundo lugar, mi análisis personal con Isidoro Vegh, a mi juicio, uno de los primeros psicoanalistas del país en reprocesar, a partir de la irrupción de Lacan, la experiencia del análisis comandada hasta entonces por la Asociación Psicoanalítica Argentina.

Una vez impregnado por la lectura y relectura de los Escritos y seminarios del maestro francés y causado fuertemente por el decir y los escritos de sujetos llamados psicóticos, enfoqué mi interés durante varios años en dilucidar sus secretos. Me preguntaba porque Lacan sostenía que la forclusión del Nombre del Padre constituía la falla determinante de tal estructura. Entreveía que para comprender algo del concepto del Nombre del Padre – y su forclusión- necesitaba empaparme en la insensata realidad del delirante, y viceversa, que el concepto de Lacan podría ayudarme en la comprensión de las psicosis.

Finalmente encontré una llave de entrada en la oscura trama, que, como anticipé, se convirtió en el eje de mi producción. Ella, la llave, estuvo siempre a la vista, había pasado por allí mil y una noches, pero sin leerla. ¿Cuál? El Padre cuya “existencia real” anuncia Lacan en términos del Nombre del Padre, al que ubica en el ombligo del inconciente y califica como responsable último del anudamiento neurótico tanto como del des-anudamiento en la psicosis si queda forcluído, no se refería como siempre había creído al poderío o decadencia social de los personajes paternos del drama humano, sino a un operador lógico del lenguaje. La “universalidad” de dicha ley -radicalmente inconciente- presente en todas las lenguas conocidas, especifica un fundamento real del lenguaje humano. Y lo real, para Lacan, siempre empalma con el goce.

¿Pero porque este descubrimiento de carácter científico podría ser tan resistido? ¿Por qué les quita a los hombres la soberbia creencia de poder dictar sus leyes? Peor aún, afirmar que el fundamento de la ley humana se aloja en un real del lenguaje, es algo que socava la más profunda ilusión de los hombres de estar sometidos a una voluntad divina. El psicoanálisis no se compromete en la puja entre la razón y la religión, sino que reformula la cuestión en términos de la disyunción entre la religión- que da sentido a todo- y la existencia de un más allá, real, alojado en la estructura de lenguaje del inconciente consanguíneo de la pulsión.

Mirando hacia atrás, hoy podría definir que el propósito de mi pequeña manufactura teórica, fue y sigue siendo, aportar una interpretación a fin de situar los vericuetos por donde desfila el conflicto entre la verdad que revela el psicoanálisis y la religiosidad que habita a los seres hablantes, en particular, la que no cesa de renovarse en la comunidad de psicoanalistas. Y, no cesará. “El psicoanálisis no triunfará sobre la religión; la religión es indestructible. El psicoanálisis no triunfará; sobrevivirá o no.”